La tarde de ayer fue una de las más extrañas de toda mi vida. Aún me cuesta creer que lo que ocurrió fue real... Estaba yo en Londres, tan tranquila, curioseando entre las estanterías de la tienda de antigüedades JK's Antiques, cuando vi una cajita aparentemente inofensiva. Era muy bonita, de madera oscura con grabados de plata, y estaba en uno de los estantes más escondidos.
Como mi curiosidad no tiene remedio, la abrí. Dentro encontré un pañuelo de tela antiguo, que tenía cinco calabazas bordadas. Instintivamente, toqué el pañuelo y, antes de que pudiera darme cuenta, sentí algo muy extraño en el ombligo, como si alguien estuviera tirando de mí hacia atrás, con una cuerda, muy muy fuerte. La tienda empezó a dar vueltas a mi alrededor, parecía que me iba a caer...
Y de repente todo se paró. Me tambaleé un poco, pero enseguida recuperé el equilibrio. Dejé la caja rápidamente, en la balda de la estantería... sólo que ya no era la misma balda. Ni la misma tienda. Tras unos segundos pelín desconcertantes, me di cuenta de que a) no sabía dónde estaba y b) no tenía ni idea de cómo había llegado hasta allí. Al parecer, ese trocito de tela me había teletransportado, o algo así, a una tienda que estaba en alguna dimensión paralela.
Esta nueva tienda también era pequeñita, y tenía estantes y más estantes, repletos hasta las últimas baldas de libros y objetos curiosos. Escondí la caja detrás de una extraña bola de cristal, como las que tienen las adivinas, y me dirigí a la entrada de la tienda. Junto al mostrador, un tipo bajito, vestido con una túnica y un gorro muy raro, estaba concentrado, consultando algo en un libro gigante, polvoriento y muy antiguo. Intentando pasar desapercibida, me ajusté la bufanda y salí a la calle.
La verdad, no sabía que me podía encontrar ahí fuera... Pero, para mi sorpresa, no estaba en ningún mundo desconocido, habitado por extrañas criaturas. Al salir de la tienda pude ver callejuelas y tejados de pequeñas casitas, cubiertos de nieve, con humo saliendo de sus chimeneas. Parecía que acababa de llegar a la calle principal de un típico pueblecillo británico. O al menos, típico en apariencia, si no fuera porque todas las personas que me encontré por el camino llevaban vestimentas tan extrañas como las del dependiente de la tienda de la que acababa de salir.
Tienda que, según indicaba el cartel que tenía detrás, se llamaba
"Oddsmeade, the Oddest Shop in Hogsmeade". Bueno, gracias a ese cartel descubrí que estaba en un pueblo llamado
Hogsmeade. Y me reconfortó saber que la tienda de la que acababa de salir, "Oddsmeade", se autodefinía como la más rara del lugar.
Caminé por la calle principal, dejando mis huellas en la nieve. A lo largo de la calle había diferentes tiendas, y todos sus ventanales y escaparates estaban decorados con elementos navideños, a cada cual más curioso. La calle estaba muy concurrida. Muchas personas, sobre todo niños, entraban y salían continuamente de los establecimientos. Deduje que los niños iban a las mismas escuelas, porque todos llevaban una especie de uniforme, con una capa abrigada y una bufanda (las bufandas, todas de dos colores, aunque en diferentes modelos: granate y dorado, amarillo y negro, azul y bronce, verde y plateado). Lo cierto es que nunca había visto tiendas como las de este lugar. Sus nombres ya eran de por sí curiosos (Devish and Banges, por ejemplo), pero los objetos y artilugios que vendían lo eran todavía más.
En Scrivenshaft's ofrecían material de escritorio: plumas, de muy diversos pájaros, para escribir, y pergaminos de diferentes tipos. En Gladrag's se vanagloriaban de tener sucursales en París y en Londres, y vendían capas muy elegantes. Esa tienda contrastaba con Zonko's, un pequeño establecimiento en cuya entrada había una decena de niños, riendo y jugando con lo que parecían ser artículos de broma. Pero sin duda había muchos más niños (y adultos también, todo sea dicho) en una tienda llamada Honeydukes. A través del cristal pude ver cientos de dulces y chocolates diferentes, y me dije a mí misma que, después de descubrir dónde estaba, podría hacer algunas compras.
Seguí caminando y vi la Oficina de Correos. Aquel edificio podría haber pasado por una oficina de correos típica, si no fuese por los cientos de lechuzas que esperaban fuera, descansando sobre amplios troncos, dentro de un recinto preparado para ellas. Además, estaban ordenadas por tamaño y distribuidas mediante un código de colores. Me estaba preguntando por qué tenían tantas lechuzas allí, cuando un encargado salió de la Oficina de Correos, ató un pergamino a la pata de una lechuza pequeña, y dejó que el pájaro echase a volar.
Continué por la calle principal hasta que me metí por una callejuela empinada y las casitas y las tiendas fueron quedando atrás. Entonces vi una casa grande y vieja, medio derruida. El viento golpeaba las puertas, se metía por los cristales rotos de las ventanas y por los agujeros que había en el techo (o mejor dicho, lo que quedaba de él). Me acerqué a una verja de madera vieja que rodeaba la casa. Allí también había varios niños, unos cinco, con los mismos uniformes raros que había visto antes. Esta vez sus bufandas eran granates y doradas, las de algunos, y azules y plateadas, las de otros.
Una niña con bufanda azul se acercó a mí, y me preguntó si era la primera vez que veía la Casa de los Gritos. Nombre idóneo para semejante casona, debo decir. Cuando yo le contesté que sí, me empezó a contar toda una leyenda sobre el lugar. Se dice que es la casa más encantada de todo el Reino Unido, y que ha servido de guarida para gente de lo más extraño. Por lo visto, un ex-convicto que se escapó de una prisión muy chunga y que luego resultó ser inocente se había escondido allí durante un tiempo.
Al final de la tarde, otros tres niños y un hombrecillo que también pululaba por la zona me habían contado más historias, cada una diferente. Yo ya no sabía que pensar, ni qué creer, pero sin duda la leyenda que más me gustó fue la del profesor que era un hombre lobo, y que utilizaba la casa para esconderse y transformarse los días de luna llena. El niño que me contó esa historia añadió que ese mismo profesor, durante su etapa estudiantil en un colegio llamado Hogwarts (o algo así), también había utilizado la Casa de los Gritos como refugio. Y, al parecer, sus mejores amigos solían hacerle visitas de vez en cuando (amigos entre los que se encontraba el ex-convicto antes mencionado... qué cosas).
Un poco abrumada por tanta leyenda, di media vuelta y volví a la calle principal. Por el camino encontré otra tienda llena de niños, Weasley's Wizarding Wheezes, algo así como "Sortilegios Mágicos Weasley". Ahí también se vendían artículos de broma, y por lo visto el negocio era muy rentable. Hacía mucho frío, y tenía sed, así que, cuando vi el letrero de "Las Tres Escobas", no dudé ni un segundo y entré en el bar. Nada más abrir la puerta, choqué con una extraña mujer con pelo rosa chicle. La chica me pidió perdón unas diez veces antes de sonreír y salir del bar.
"Las Tres Escobas" me pareció un lugar acogedor, con una luz tenue y agradable. Había varios sillones y una decena de mesas, pero todas estaban ocupadas. Justo acababa de entrar cuando me sorprendió una leve explosión. Me giré y comprobé que el ruido venía de una mesa, al fondo, en la que dos dos tipos pelirrojos se reían, detrás de una nube de humo. Supuse que se trataba de algún truco, o quizá más artículos de broma de alguna de las tiendas que había visto en el pueblecillo. De todos modos, me chocó que nadie más se sorprendiera.
Me acerqué a la barra. No sabía si en este lugar tendrían las mismas bebidas que yo conozco, así que, cuando escuché a una niña pidiendo tres cervezas de mantequilla, decidí pedir lo mismo. La camarera me sonrió y me dio una. Lo cierto es que la bebida era deliciosa, dulce y chispeante. Mientras me la tomaba, observé a la gente que me rodeaba con curiosidad, sin entender todavía dónde me encontraba.
Puede que lo estuviera mirando todo con demasiada curiosidad, porque un tipo muy bajito y con cara divertida me miró, extrañado, y me preguntó si era una "Muggle". Yo le contesté que no, ofendida (aunque realmente no tenía ni idea de lo que me había llamado), y le dije que era extranjera. Él simplemente se rió, me guiñó un ojo, y se subió como pudo a un taburete que estaba frente a la barra. Después de ese encuentro, me di cuenta de que lo mejor sería pasar desapercibida... Y entonces llegó la hora de pagar. Vi que la gente le entregaba a la camarera unas monedas extrañas, de bronce, plateadas e incluso doradas. Yo dejé un billete de cinco libras sobre la barra, y salí rápidamente de allí.
La calle principal terminaba en una estación de tren pequeñita. Pude ver un tren rojo brillante, con su chimenea humeando, detenerse en el único andén. Me apetecía mucho acercarme a la estación, pero estaba anocheciendo, y decidí que sería bueno regresar a la tienda antes de que cerraran, porque para poder volver a Londres iba a necesitar la cajita y el pañuelo... O al menos eso esperaba.
Cuando entré en Oddsmeade, el dependiente seguía enfrascado en el libro gigante, y ni siquiera me miró. Cogí la cajita, la abrí, saqué el pañuelo y...
...Y tal como me había ido, regresé a JK's Antiques. Me costó unos segundos resituarme, pero no cabía duda: había vuelto a la Inglaterra que conocía. Me acerqué al mostrador y compré la caja, pañuelo incluido (y bien escondido dentro). La dueña de la tienda, Joanne K. Rowling, me miró, aunque no me dijo nada. La verdad, no sé si sabía que me había vendido mucho más que una simple caja.
Salí de la tienda, con mi cajita bajo el brazo. Me monté en el metro, tambaleándome todavía por todo lo que acababa de vivir. No había sido ningún espejismo, porque aún podía saborear el rastro que la cerveza de mantequilla había dejado en mis labios. No sé dónde estuve, ni qué pasó exactamente... Por lo visto, conocí un mundo lleno de magia, un mundo que merece la pena descubrir. Y fue algo tan especial y fascinante que sé que tengo que volver allí.